sábado, 18 de diciembre de 2010

apunto cosas

Es muy difícil describir a Sártel; pero puedo intentarlo. Es... por decirlo de alguna manera... como los huevos prehistóricos... sí, así es él. Un poco liso, un poco rugoso, bastante duro y de un color que tiende al gris.

Es algo más alto y grueso que el resto de personas que viven en su pequeña aldea, tiene el cuerpo nudoso, sus movimientos son muy lentos y después de tantos y tantos años de vida; parece recubierto de una corteza de árbol. Tiene una voz gravísima, pero muy bonita; como de cuentacuentos, y sus ojos parecen almendras; tanto por la forma, como por el color; quedan tan curiosos en su tersa cara grisácea, que dan ganas de asomarse y caerse en ellos. Su pelo está hecho de hojas caducas; que siguen el mismo ciclo anual que las hojas de los árboles y, en un arranque de pragmatismo, decidió afilar sus dedos para convertirlos en lapiceros. Hasta aquí la parte sencilla de la descripción de Sártel.

La parte complicada es la que me llevaría a adentrarme por el intrincado laberinto que representa su mente; por su enrevesada forma de pensar que le hace sentirse muy atraído por la compañía pero, por otro lado, le hace también vivir en una cueva algo alejada de la aldea. Allí escribe, en un incomprensible idioma de símbolos que se inventó hace siglos porque el nuestro se le quedó pequeño, porque no definía las cosas con la suficiente precisión. Escribe con sus dedos en hojas de papel, en las paredes, en los muebles, en las peladuras de las mandarinas, en el suelo y hasta hay quien dice que ha visto algunos de esos signos que utiliza para escribir, formando diminutos versos en el pico de las golondrinas del verano.

Las personas de la aldea, obviamente, hablaban sobre él. Su aspecto casi mitológico y sus costumbres solitarias y excéntricas daban lugar a multitud de rumores. El más extendido, sin duda, era el de que robaba niños para venderlos a familias adineradas con problemas para la reproducción, o para comérselos; no importaba demasiado la causa; el caso es que robaba niños.

Un día, Malena fue al mercado con su abuela a comprar algo de verdura y pedir algunos huesos de pollo. Mientras su abuela hacía las compras, a Malena le gustaba pasear mirando otros puestos, maravillándose de la cantidad de cosas que existían y no podía comprar. Notó, de repente, un olor a libro nuevo recién abierto que daba vueltas a su alrededor y, antes de girarse, ya sabía quién estaba detras suyo.

- Buenos días, Malenita. - dijo Sártel, con su mirada de almendra.
Malena miró extrañada y sorprendida desde su metro tres de altura a esa especie de árbol con boca del que tantas cosas había oído decir.
- Eres raro. - le saludó Malena, y salió corriendo en busca de su abuela.

Una semana después, Sártel volvió a encontrarse con la niña, que curioseaba entre los mercaderes de cachivaches.

- El otro día me dijiste que era raro... ¿por qué soy raro?
- Porque comes niños y tienes el pelo verde.
- Estamos en otoño, niña, mi pelo ahora es marrón; y hay muchas más personas que tienen el pelo marrón. - Después de todo, Sártel estaba demasiado acostumbrado a sí mismo; no se veía tan extraño. - Quizás no sea tan raro como tú piensas... ¿no?

Malena se asustó, porque al cuestionarse que podía ver a ese monstruo desde una nueva perspectiva, sintió cierto deseo de acompañarle a su cueva y de que se la comiera allí. Esta vez no corrió hacia su abuela por miedo a Sártel, sino por miedo a sus propios pensamientos.

Semana tras semana, la niña y el engendro literario se veían en el mercado. Para Malena, empezó a ser un juego y ya el interés que siempre despertaron en ella los nuevos inventos que llegaban a la aldea, no le impedía levantar de ellos la vista para buscar a Sártel entre la multitud.

- ¿Y por qué escribes tanto por todas partes?
- Apunto cosas.
- ¿Qué cosas?
- Todo tipo de cosas. Cosas que se me ocurren. A veces son cosas de la realidad, a veces de los sueños; y a veces una mezcla. - Le explicó Sártel con su profunda voz. - Hay veces que no me gusta como es el mundo y apunto en lo primero que tengo a mano, como el pétalo de una flor; por ejemplo, cómo me gustaría que fuese.
- ¿Haces un mundo que te gusta?
- Sí.

Entonces empezaron a hablar de literatura, del mundo, de los sueños, de la voluntad por alcanzarlos, de la alegría, del dolor y de la belleza de los escarabajos. A la vez que la pequeña aprendía a leer en la escuela, aprendía de Sártel en el mercado los signos que él usaba para escribir. Un día, pasados unos años, insistió en ir a ver su cueva; él no quería, por supuesto; quién sabe qué macabras conjeturas se harían si alguien llegase a pensar que una niña había estado allí; pero Malena lo convenció desde los argumentos que envolvían sus conversaciones; defendiendo su ilusión, exponiendo sus ganas y reclamando aprender.

Aquello era el paraíso; mirara donde mirara, Malena descifraba algo interesante de aquellos signos. La historia medieval que Sártel había inventado en las paredes porque no le gustaba la verdadera, su idea de la estética en una silla del comedor, filosofía en la funda de la almohada, teología en un racimo de uvas.

- ¡Esto es maravilloso, Sártel! ¡Cuánto puede hacerse!
- Me alegro de que te guste. - Sonrió Sártel, orgulloso. - Ya verás, escribir lo que uno piensa puede servir para todo; también para el amor.

Entonces extendió su mano, muy despacio, como el gesto de ofrecimiento de una lenta rama; y de ella colgaba una llave diminuta. Le señaló a Malena un pequeño cofre que había encima de la mesita de noche. La niña fue a abrirlo corriendo; tan nerviosa que le costó acertar con la cerradura. Al abrirlo, pudo ver, escrita con los símbolos que empleaba aquél sauce con vida, una semilla de sandía. Esos símbolos formaban la idea más bonita sobre la que Malena había pensado hasta entonces, y nunca jamás reflexionaría sobre algo tan bello. Lloró de belleza y sin decir nada se fue hacia la puerta. Apoyándose en ella, antes de salir, miró a Sártel desde una nueva luz.

- ¿Sabes? Eres... como... eres como un huevo prehistórico. Eres grande, duro y gris. Pero lo más importante de ti es que, como los huevos prehistóricos; dentro albergas una vida; la vida más increíble, fascinante y excepcional que pueda existir.

Después se fue corriendo a casa de su abuela, asustada esta vez por lo inabarcable que iba a ser la labor de crear su propio mundo escrito en cáscaras de pipa.

 
Nos gustaría que alguno de vosotros también se animase a enviarnos sus historias para incluirlas en la página. Guille.

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